martes, abril 18, 2006

Una Historia Urbana de Soledad



Hace tres meses que no ve un peso, pero no ha faltado quien lo invite a distraerse. Su finiquito lo estiró hasta ahora. Comenzarán los problemas, lo sabe, y aún no se sabe nada de la última entrevista. Se pregunta si será ese maldito dicom plus que deja en evidencia su pasado o algún conjuro del último amante voraz. Su madre vive lejos y ha manifestado sus ansias de que vuelva, pero el padre no lo acogerá con "ese problema", que ya es universal. Don Elías sufrió las torturas de militares frenéticos, fue estricto militante del partido, nunca defraudó a persona alguna, también fue ateo, pero ahora, convertido al mormón, sus posturas conservadoras se habían radicalizado. No era mal hombre, sólo vivía una época incomensurablemente diversa, su adoctrinamiento y la fe ciega en los jefes del partido lo habían constreñido a ser un ermitaño e impenetrable anciano de puritana moral. Elena sufría callada, un hijo del vientre es irrenunciable bajo cualquier circunstancia. Pero no sabían de las carencias que le afectaban porque el orgullo de un hijo puede llegar a ser mortal. La distancia suele cortar cientos de vínculos invisibles que nos ligan estrechamente. Allá, en el calor de una noche con chimenea, no existen las carencias, su padre siempre fue un ejemplar administrador de recursos, en cambio él siempre obtuvo la calificación de disipador, y peor ahora que no había qué disipar, mantener cierto nivel de vida cuesta la vida, le dijo Andrés, el furibundo. Parece que tenía razón, comenzaba la inquietud de la soledad y a quedar con mínimas opciones para subsistir. Un vendedor del último empleo le ofreció ser reducidor. La necesidad te hace hereje. Mantuvo cierta discreción y algo de él volvió a ser alegre al ver el escurridizo dinero y su excitante color. Pensó en comprar cremas y arreglarse el pelo. Era hora de volver a tener a alguien. En la celebración de su primer negocio grande, su nuevo socio le invitó a beber. Así es Chile, dijo para sí, todo se celebra tomando. Aquella noche conoció un tipo misterioso. No pudo evitar desearlo y comenzó a frecuentar sus fronteras. Pero un buen día el negocio desapareció, huyó desesperado hacia el sur, se sabía acorralado, sin amigos ya. Muchas noches clandestinas lo habían marginado de sus frecuencias humanas y él no era delincuente, no podría vivir de ese modo. Pensaba en la comodidad que le negaba el padre, en las pensiones que su tortura le había dejado y las cinco propiedades que lo mantenían robusto, en esa camioneta del año y en su billetera arrebozada, ese mismo que lo había admirado en la básica y la media, aquel con quien dormía dentro del saco de dormir en los camping, ese hombre que lo alentó en la maratón del 93, el mismo que pagó sus estudios hasta que supo de su atrofia, luego lo abandonó y vino su depresión, la expulsión de la universidad, la convivencia con Marcial, con Luis, con Marcos, y luego su afán por la coca, sus pegas de mayordomo en pubs, las escandolosas noches beodas, la decadencia, el ahora. Pero nada haría que su orgullo disminuyera. No hay gente con tanto valor, se dijo, yo sí. Colgó su cinturón de la viga, en una pieza del hotel Savoy, en pleno barrio rojo de XXX y rodeó su cuello hasta quedar tirante. El sillón que lo sostenía lo pateó lejos. Fue hallado en la misma tarde, con una carta que sólo tenía una palabra: "Adios"


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